1 ene 2012

Piano.

Acababa de limpiar la habitación de mi señor cuando recordé lo que se hallaba tras la puerta escondida entre las estanterías de libros; No se podía abrir si no era a partir de una clave, de una hermosa canción entonada en un piano. Caminé lentamente hacia la puerta, dejando que mis botines hicieran cierto ruido sobre el suelo de madera; Era inevitable que sonara, cada paso, entre la penumbra de la noche. Con las manos juntas sobre la falda de mi vestido, con la cabeza alta y decidida, frené delante de la puerta de la sala de música. No había tenido intención alguna de entrar nunca si no fuera por puro trabajo: pero ese día era diferente. Miré mis manos, respiré hondamente y abrí con cuidado la puerta.

Primero, metí mi cabeza, observando con tranquilidad y neutralidad que nadie se encontrara en esa sala; Y efectivamente, así era: no había nadie. Una muy leve sonrisa se dibujó en mi rostro y caminé hacia dentro, cerrando la puerta tras de mí. Volteé mi cuerpo y me acerqué al instrumento en cuestión al cuál había ido a visitar. El señor no solía ir a verlo nunca, aunque siempre me pedía que lo limpiara, que nunca dejara que el polvo se asentara en su brillante madera negra. Me senté en el alargado y acolchado banco, pasando los dedos por encima de la tapa de las teclas de éste. No conocía mucho de pianos, pero extrañamente sabía tocarlos; No recordaba haber aprendido, pero sus dedos solían deslizarse con gracia y elegancia sobre las teclas de marfil.

Subí la tapa y observé con calma cada una, individualmente, de todas las teclas. Cerré los ojos, inspiré con fuerza, y coloqué mis manos sobre las teclas. Luego, solté el aire, abrí los ojos y comencé a tocar la melodía que sabía que abriría esa puerta escondida. La canción comenzaba lenta, luego, con fuerza, subía su tono y velocidad. Mi señor me la había enseñado por, si llegado el día, debía entrar yo sola allí y esconderme del mal que pudiera acecharnos.

Oh, se me olvidó nombrar que mi señor es un ángel.





La canción terminó. Me levanté, bajé la tapa y caminé hacia la puerta, escuchando cómo ahora sí, se abría la puerta de la biblioteca. Por fin vería lo que se encontraba escondido tras las librerías viejas y carcomidas de mi señor.

19 dic 2011

Maryanne.

La niebla llegaba hasta las rodillas. A ella, hasta su delicada cintura. Los bancos estaban cubiertos de escarcha invernal, pero parecía que formaba parte del hielo. La niebla, densa y fría, se movía lentamente alrededor del parque dónde la hermosa muchacha se encontraba reposando. Sobre sus rodillas, un libro sin nombre ni autor, desnudo de protección, descansaba, tembloroso y asustado. Acariciaba su lomo con sus dedos, llegando a parecer que en alguna ocasión, éstos habían sangrado por el continuo roce. Llegué a creer que se los rompería. Pero no, allí se encontraba, en perfecta postura, mirando con esos ojos sin vida a través de la blanca capa.

Siempre había sido una mujer hermosa. Su largo cabello, liso y ondulado en las puntas, caía hasta mediada espalda; Ahora, sucio y desarreglado, le daba un toque de salvajez y de belleza sucia. Su ropa estaba mal colocada, normalmente pulcra y ordenada. Y sus ojos, ah, sus hermosos ojos color pradera, heredados de su Infanta madre. Era una hermosa joven, de buena casa, educada. Maryanne, ¿cómo has acabado así? Ah, si el tiempo pudiera caminar hacia el pasado...

Te encanta ese libro de cuentos. Por muy infantil que parezcan, esas historias te llenaban de vida y te daban alas con las que volar, sueños con los cuales surcar los cielos era posible para una humana. Hubiera adorado que pasaras la eternidad a mi lado, Maryanne. Tú, mejor que nadie, lo sabías. Sabías de mis alas rotas, viejas. De mis historias reales de ángel renegado. Pero no podía condenarte a la eterna agonía, no al lado de alguien que no podía serle fiel ni a su sombra.

Fui bueno contigo, mi hermosa Maryanne. Te cuidé hasta ese fatídico 13 de Noviembre. ¿Por qué insististe en acompañarme? Tu lecho estaba caliente y tus criadas te habían recogido tu cabello, tu piel soltaba ese aroma a flores que tanto me atraía. Insististe, y yo te negué mi amor de nuevo. Te negué tres veces, cómo los apóstoles negaron a Jesús. Pero me sonreíste, y me susurraste que nos veríamos el catorce.
Pero el trece falleciste. No, más bien te quedaste allí, con ese hermoso rostro esperándome para leerte esas historias que tanto te gustaban. ¿Qué tenía mi voz que te atraía a mi? Jamás llegaré a comprender la complejidad humana. Igualmente, no fui nunca a verte, y el tiempo se paró para ti. Quedaste allí, cómo una hermosa estatua de marfil viejo y polvoriento, acariciando con tus largos dedos de pianista tus narraciones infantiles.

Maryanne, mi hermosa y dulce Maryanne. Los ángeles deben brillar, volar hasta el sol y danzar con las almas del bien. Tú, hermosa mujer de alas blancas, levántate y brilla, levántate y brilla por aquél que cayó. Brilla y vuela por mi, mi amada Maryanne.